29 Apr Salto al vacío con museo al fondo
En mayo de 1998, tan solo siete meses después de su inauguración, tuvo lugar el primer gran evento junto al museo Guggenheim Bilbao. Los Smashing pumpkins presentaron su disco Adore ante 4.000 personas en un modesto escenario encajonado junto al estanque, donde hoy se alza la araña de Louise Bourgeois. El otro costado del museo, cercado aún por contenedores de mercancías y coches aparcados, no permitía entonces grandes aglomeraciones. La localización obligó a colocar lonas en el puente de la Salve para evitar que el concierto se siguiera gratis desde allí. Algunos meses después, sin embargo, el puente mismo se convirtió en parte del fugaz escenario de un segundo evento; un evento con un público literalmente global y que obtuvo una recaudación de 362 millones de dólares: la visita de James Bond a los alrededores del Guggenheim. En la escena que abre la película El mundo nunca es suficiente, el agente 007 se encuentra en Bilbao para recuperar el dinero de un empresario británico de manos de un banquero suizo. En apenas tres minutos, James Bond se las arregla para flirtear con la asistente del banquero, presenciar su asesinato y saltar por la ventana del despacho con un maletín cargado de billetes para aterrizar sin despeinarse delante de Puppy. Finalmente, se aleja del museo con paso distraído y elegante por el puente de la Salve.
Es este segundo evento –virtual–, más que el primero, el que esclarece la escala y el sentido de la función desempeñada por el museo Guggenheim como eficaz atractor de eventos en el Bilbao regenerado. Un salto al vacío atravesado de deseo y colmado de glamour cosmopolita, que se ejecuta ante una audiencia global y que a la postre resulta muy lucrativo para alguien: esta es la forma-evento que concita el Guggenheim desde sus mismos inicios. Erraría de pleno quien buscara una cierta educación del público o un fortalecimiento del tejido cultural entre las ambiciones de los Patronos fundadores. Al contrario, el propio proyecto del museo ha sido presentado una y otra vez bajo la especie de una forma-evento capaz de multiplicarse a sí misma. El mito fundacional habla de una ciudad gris, decadente, asediada por el terrorismo y la crisis industrial y conducida al límite mismo de su supervivencia por las riadas de 1983. De entre el caos de esas aguas primordiales emerge el Guggenheim como apuesta visionaria de las instituciones, como un incomprensible salto al vacío, glamuroso, cosmopolita, sexy. Si este salto mítico, además de arriesgado, ha acabado mostrándose también tremendamente lucrativo, se debe a la capacidad del Guggenheim para contagiar a su alrededor la forma-evento bajo la que emergió y que organizó su estructura y su funcionamiento (colección incluida). Después de todo, cuando se crea y se cree un mito, uno queda cautivo de su proliferación ritual. Recuérdese, si no, el entusiasmo que ha suscitado en sus tres ediciones bilbaínas la competición de salto de la marca Red Bull. En otros lugares, los cuerpos semi-desnudos de estos clavadistas internacionales dibujan en el aire prodigiosas proezas deportivas. Aquí, sus fugaces contorsiones entre el puente de la Salve y la ría, con el Guggenheim al fondo, nos devuelven al tiempo detenido de nuestro propio salto al vacío fundacional. El capitalismo –escribía Benjamin– reactiva las fuerzas míticas en el interior de un sueño colectivo. Pero todo sueño debe ser soñado por alguien.
En la escena inicial de El mundo nunca es suficiente, al aterrizar con elegancia frente a Puppy, James Bond se encuentra con un pequeño grupo de paralizados peatones que lo miran atónitos. Él les devuelve brevemente la mirada antes de seguir su camino como si tal cosa. Esa pequeña audiencia del salto al vacío, compuesta por extras, era sólo una mínima fracción del público de curiosos bilbaínos que estaba presenciando el rodaje en Bilbao. Y, al mismo tiempo, este constituyó un porcentaje insignificante de los espectadores que vieron el salto al vacío en pantallas de todo el planeta. “Mirar es contagioso”, escribe Cristina Angulo en la crónica de El País que cubrió la tumultuosa estancia de Pierce Brosnan en Bilbao en febrero de 1999. En efecto, todo evento requiere su público y una proliferación de la forma-evento sólo se sostiene sobre un contagio de la mirada. Aquí descansa en última instancia la misteriosa eficacia del Guggenheim a la hora de eventualizar cuanto toca: su colección, sus alrededores… con el tiempo, la ciudad toda. Funciona, desde sus mismos comienzos, como un polo de atracción de la mirada. Se objetará que no hay nada nuevo en esto y que las fachadas del Rijksmuseum o el Metropolitan quieren ser también majestuosas trampas para la mirada del transeúnte. Pero tratar con la mirada significa algo bien concreto bajo el régimen del capitalismo seductivo en que vivimos, y el Guggenheim ha demostrado saberlo entender como pocos. Atraer y gestionar la mirada es hoy acumular la energía libidinal del espectador-consumidor para poder descargarla después espectacularmente a través de eventos monetizables. Las ciudades están tan embarcadas en esta economía de la mirada como los proveedores de contenidos multimedia, las marcas de gran consumo o las redes sociales online: este es el mapa en que nos colocamos en 1997.
Año tras año, el capital de seducción del Guggenheim (es decir, su capacidad de atraer la mirada) se ha ido incrementando a través de un plan de inversiones de dinero público cuidadosamente planificadas. Al principio fue Puppy, quien debía sustituir la inexistente fachada del museo hacia el interior de la ciudad como escenario para las fotografías de los turistas. Vinieron después la araña de Bourgeois (2001), los arcos rojos de Buren (2007), las esferas de Kapoor (2011)… desde antes de que existiera Instagram, el Guggenheim ya sabía que debía ser “instagramable”. Es justamente esa inteligencia en la atracción y acumulación de la fuerza libidinal de los espectadores que lo rodean la que permite gestionar periódicamente su liberación controlada y lucrativa en forma de clímax colectivos. Este ciclo incremental de atracción de la mirada y proliferación de eventos aumenta año tras año las cifras de turistas que llegan a Bilbao y parece alimentarse a sí mismo con creciente celeridad. La meta de este salto al vacío siempre renovado nos la muestra quizá el Bilbao que aparece en Jupiter Ascending, la cinta de ciencia ficción rodada por las hermanas Wachowski en 2014: un Bilbao tomado por las caprichosas formas de Gehry, Buren y Kapoor. Un perfecto escenario de eventos futuristas por el que no camina nadie.
Jaime Cuenta.
Jaime Cuenca es filósofo y crítico de arte. Trabaja en el cruce entre la teoría del arte, la filosofía política y la historia de las prácticas cotidianas, y su más reciente línea de trabajo se ocupa del papel de las tecnologías de la mirada en la conformación política de la experiencia.
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